Hay textos que no se terminan nunca. Los leemos una vez, los dejamos, volvemos. Y cada regreso es distinto.

Puede que sea por eso que llamamos “clásicos” a ciertos libros. Porque vuelven, porque insisten. Porque tienen algo que decir, incluso siglos después.

Mi primer contacto con el universo griego fue un verano en Villa Gesell, a los 9 o 10 años. Mi papá me regaló una edición de la Odisea que devoré masticando churros debajo de la sombrilla. Después vinieron las películas: algunas horribles (¿hace falta nombrar el trasero pomposo de Brad Pitt?) y otras memorables, como la deliciosa O Brother, Where Art Thou?, que sin avisar nos presentaba un Ulises en clave de banjo y cárcel sureña.

Por esa misma época, me reencontré con esos relatos en la universidad, desde el griego ático. El escudo de Aquiles como universo simbólico era tema obligado de examen en Griego I (de eso pasaron ya más de dos décadas, oh por Zeus).

Este año volví a Troya por una vía inesperada: los volúmenes que Nicolás Schuff y Mariana Ruiz Johnson dedicaron a la Iliada (La guerra de Troya) y a la Odisea (Las aventuras de Ulises), editados por Siglo XXI. Son dos librazos hechos con un equilibrio difícil: profundamente literarios, profundamente visuales, y al mismo tiempo accesibles. No como “puerta de entrada”, sino como forma de disfrute en sí mismos. No son “para peques”, sino para quien quiera leer bien.

Ahora el entusiasta es Gero, mi hijo de cinco. El año pasado fue fan de Moreno (Mariano) y Vieytes (el de la jabonería). Este año su corazón está en Troya. Quiere que los griegos pierdan (todes somos Troya, todo el tiempo). Quiere que Héctor gane. Quiere que la historia sea otra. Y al mismo tiempo, su personaje favorito es Aquiles. Pues de contradicciones se vive, qué tanto.

Y yo pienso que ahí está parte del secreto de los clásicos: su capacidad para abrir preguntas. ¿Por qué hay guerra? ¿Por qué gana el más fuerte? ¿Por qué Helena no puede elegir a Paris y ya? ¿Por qué los dioses son injustos? ¿Por qué Ulises tarda tanto en volver?

Como escribió Vargas Llosa en un ensayo precioso: tal vez Ulises no vivió todas las aventuras que cuenta. Tal vez fue el primero de una larga estirpe de grandes mentirosos, esos que inventan historias que suenan a verdad. Y si fuera así, ¿sería menos héroe? Apuesto a pensar que sería otro tipo de héroe: el de la imaginación. El primero de una saga en la que, muy azarosamente, podríamos a incluir a Jay Gatsby, el barón Münchhausen, Edward Bloom (¿recuerdan al adorable fabulador de El gran pez?) y los dos protagonistas de Nueve reinas (sin spoilers por si acaso hubiera un ser despistado que a esta altura del siglo XXI no conoce el final de la película).

Porque los clásicos, los verdaderos clásicos, no envejecen. No se quedan quietos. Siguen diciendo cosas nuevas. No por magia, sino porque son libros abiertos. Porque quienes los leen completan su sentido. Como dijo Umberto Eco, son opera aperta: libros que necesitan de su lector como el fuego necesita oxígeno.

Un clásico no es solo un libro del pasado: es uno que dice algo del presente. Nos habla a nosotres, acá y ahora. Y por eso sigue vivo.

Por eso, en casa, los leemos. Nos asomamos a esas páginas como quien mira un espejo raro. Uno que muestra batallas y mares, sí, pero también nuestras propias dudas. Nuestras contradicciones. Y el deseo —tan simple y tan complejo— de volver a casa.

Estas dos joyas, hechas con maestría y amor por una de las duplas más geniales del universo LIJ contemporáneo, están en nuestro Quiosquito. Y ojalá en muchas bibliotecas futuras, de esas que todavía se están armando.

 

👉 La guerra de Troya
👉 Las aventuras de Ulises